martes, 6 de enero de 2009

el hijo de la modistilla de barrio


Estáis al abrigo de mi cálida tristeza, dentro de mi casa, lejos del lamento gélido de la vieja Barcelona. Enferma, respira mal y esputa sus recuerdos en las calles vasocomprimidas por trombos de población excesiva. Me he rodeado de vosotras, mis enhiestas compañeras, plantas tropicales añorantes que un día habitábais mi balcón y esta semana de heladas, intentáis ingenuas germinar en mí. Os he abandonado junto a él, mi amado gato de vapor templado, único tonificante de mi alma. Salí ya oscurecido y, sorteando los trombos de transeúntes, visité vulgares almacenes en busca de un recio abrigo de paño. Una de esas prendas sobriamente guarnidas y de talle lacónico. La expedició terminó en fracaso. Todo lo que hallé era dilatadamente pretencioso o sintéticamente feliz. La búsqueda de la felicidad perdida pertenece a la generación del nylon, a esa saga de hombres fríos que intenta guarecerse del viento dentro de tejidos impremeables, que impiden la transpiración de las emociones y les hacen vivir en un bochornoso sopor de expresiones congestionadas.
Los mullidos abrigos de poeta ya no se estilan, sólo se confeccionan modernas sotanas que visten el caminar solitario y cansado.
Los gabanes de caballero contemporáneo me expulsaron de las tiendas con un zarandeo que me devolvió a las calles, humillado como siempre por mi extrema pequeñez.
De nuevo en mitad del colapso, el aliento de la masa humana me congeló súbitamente y recordé aquellos versos hilvanados en los que un sastre lloraba por los millones de muertos que habitan la ciudad. Millones de muertos que ultracongelan a los vivos, siempre solos, para posteriormente amortajarlos en una lámina de plástico mortecino. Es posible que los vivos sean después depositados en neveras de las que la población inerte se abastace, ya que los seres sensibles disponen de una glándula que segrega un viscoso fluído altamente rico en soledad.
Logré salir del tumulto procesional y llamé a la puerta del hogar familiar que se abrió tras marcar un número telefónico. Al otro lado estaba ella, amantísima como siempre, tras un umbral de setecientos Kilómetros que me impide acariciar el tenue recuerdo de su delicada piel. Le pedí que me preparase un paquete postal con el abrigo de lana que confeccionó hace años para mí.
Pronto me cubriré de nuevo con la gruesa piel que, cada invierno tapiza mi tristeza, con un forro de tierno amor uterino.



ignasi feble i fort

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